NN

Por Rocío Ortega Torres, Luz Salina, Valentino Di Lauro y Luciano Macía.

Abrí con pesadez los ojos, sintiendo los rayos de luz solar colarse por las rendijas de la persiana y golpear en mis párpados con hostilidad. Por reflejo, llevé un brazo a mi rostro, cubriéndolo con molestia. Intenté incorporarme, pero un profuso dolor en cada músculo de mi cuerpo me obligó a caer. Definitivamente, debía dejar el rugby. Lo llevaba fatal.
Finalmente, conseguí salir de la cama y me dirigí al baño a un ritmo lastimoso. No me tomé la molestia de encender la luz, pues era suficiente con la que entraba por la pequeña ventana de la habitación. Abrí la ducha, mas sólo cayeron unas pocas gotas. Revoleé los ojos, irritado. No era la primera vez que me quedaba sin agua y ya comenzaba a fastidiarme, agregándole, claro, que hoy tenía una cita médica y no podía ir sin bañarme. No obstante, me di por vencido al ver que, aun ajustando cada una de las canillas, el agua no se dignaba a salir.
Mi mal humor se acrecentó al recordar que no podía desayunar nada, puesto que tenía un ayuno de ocho horas para un análisis de sangre. Si bien la cita la había hecho en un principio por una lesión, pensé que sería conveniente aprovechar y hacer un chequeo completo.
Me cambié con lo único limpio que encontré en mi armario, tomé un abrigo y me puse en marcha hacia la puerta. El cuerpo me dolía tanto que me era imposible no arrastrar los pies, y así como iba terminé enredado en unos diarios que el cartero había dejado bajo mi puerta. En la primera plana de uno de ellos se veía una noticia desgarradora: la muerte de un joven tras ser atropellado por un taxista, quien había terminado por darse a la fuga. Y todo esto a tan sólo unas cuadras de mi casa. Quizás se trataba de uno de los chicos del barrio... un escalofrío me recorrió la columna vertebral ante tal idea. Cerré los ojos y negué con la cabeza. Luego averiguaría de quién se trataba y cómo habían ocurrido los hechos puntualmente.
Salí a la calle convencido de que aquel no era mi día, mas llegué sin inconvenientes al hospital y más rápido de lo habitual. Me acomodé en la sala de espera y tan sólo tuve que aguardar diez minutos para que el doctor saliera a anunciar mi nombre. Tras cerrar la puerta detrás de mí, se presentó cordialmente y me indicó que me sentara en la camilla. Hizo un par de preguntas sobre mis motivos para encontrarme allí, a lo que le expliqué mi lesión y, a raíz de esto, mi deseo de hacerme un chequeo general.
El licenciado se acercó a mí con el estetoscopio en mano, el cual llevó a mi pecho luego de decirme que me quitara el abrigo. Observé desconcertado, con una ceja enarcada, cómo su gesto se iba transformando al palpar mi piel con el frío metal. Se veía aún más desorientado que yo.
— ¿Qué pasa? — pregunté con impaciencia — ¿Hay algo mal?
— N... N-No... — respondió de forma entrecortada y en un susurro. Definitivamente, no se veía convencido.
Se quitó el estetoscopio y le dio unos pequeños golpecitos, pronunciando, aún más si era posible, su ceño fruncido. Su cara denotaba desconcierto puro, entremezclado con algo de pánico. Antes de que pudiese hacerle otra pregunta, se alejó a buscar el tensiómetro, acercándose de nuevo a paso apresurado. Me lo colocó bruscamente en el brazo, soltando una exclamación al ver el medidor del instrumento. Rebuscó entre sus cosas otro estetoscopio y repitió la misma acción que con el primero, para luego colocarlo entre mi piel y el tensiómetro. A esta altura, su gesto ya irradiaba horror absoluto y yo había perdido la paciencia.
— ¡Ya basta! — exclamé, bajando de la camilla — ¡Le exijo que me diga qué está pasando!
El doctor levantó la mirada, clavando sus ojos en los míos. Estos estaban oscurecidos y sus pupilas dilatadas. El hombre parecía fuera de sus cabales. Retrocedió lentamente, sin quitar su vista de mí, hasta chocar con su escritorio.
— E... E-Está... mu... muerto — musitó, tragando en seco.
Quedé tieso en el lugar. De repente no comprendía nada de lo que sucedía a mi alrededor, no sabía cómo actuar. Estaba en shock. Pero pronto, la conmoción fue reemplazada por un fuego ardiente que se apoderó de mi rostro y estómago: furia en estado puro. No cabía en mi cabeza cómo podía haber gente tan negligente que pusiese la vida de personas inocentes a manos de un loco impredecible.
Tomé mi abrigo bruscamente y salí del consultorio lo más rápido que mi cuerpo adolorido me permitió. Al salir dando un portazo, noté que nadie en la sala de espera se había percatado del escándalo. Me detuve en seco y volteé para advertirles a los pacientes lo que ocurría con la persona que posiblemente los atendería en minutos, mas no había llegado a abrir la boca cuando la puerta se abrió de golpe y el médico salió disparado, con los mismos ojos desorbitados y el rostro enrojecido.
— ¡¡Está muerto!! — gritó señalándome, llamando la atención de todos los presentes quienes quitaron la vista de sus actividades y la dirigieron en mi dirección.
Antes de que pudiera seguir soltando semejantes estupideces, dos enfermeros llegaron a su lado y lo tomaron por cada brazo, mirándose entre ellos azorados.
Pronto, ya nadie se encontraba observándome y todos tenían los ojos clavados en el licenciado, que alegaba a alaridos que no estaba loco. Solté una risa irónica. Los enfermeros comenzaron a alejarlo de la gente, llevándoselo por el pasillo. Lo seguí con la mirada hasta que lo perdí de vista. Finalmente, di media vuelta, dirigiéndome a la salida.

Este texto surgió en clase, trabajando con el género fantástico, a partir de una consigna abierta de escritura en grupo.

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